domingo, 28 de diciembre de 2008

Argucia.

Tenía una gran capacidad para hacerme sonreír los días de sol, con sus chistes malos. Solía agradarme la forma que tenía de hablar, sus ojos através de los míos. El color de su voz y el aroma de sus palabras. Aprendí de él, como cualquiera aprende de un maestro. Ese dogma que lo hace a uno encapsularse dentro de supuestas verdades, dejando de lado la física cuántica y demás. Pero las cosas fueron raras, y sus ensenanzas dispuestas muy lejos del alcanze de mi mente, como si intentase ganar un juego sin haberlo empezado.

Y en tal caso, yo no sabía jugar, ni hubiera querido seguir ningún tipo de tutorial auto-explicativo (ja, como si las personas viniesen con uno así... Cuánto más fácil sería todo).

Uno tiende a idealizar a sus profesores, ¿no? Al menos eso me pasó siempre. Él todo lo sabía, eso estaba claro. Toda pregunta era respondida, toda duda explicada, y cualquier engaño desvelado por obra de su razón, su conocimiento infinito del mundo.

Ahora, me separa un lago temporal en donde me ahogaría si quisiese volver. Me alegra haberlo conocido, a mi maestro, pero me pregunto cuánto más podría haberme ayudado en vano. O cuánto podría haberlo ayudado yo. Las cosas eran en verdad al revés de lo que yo pensaba, y ni siquiera él notaba tal cosa. En fin. Cada cual es un viaje sin retorno y un laberinto sin salida, pero algunos conocen pasajes secretos. Esos que nosotros escogemos, claro está. Y aún a través del antiguo desierto que me impide acceder por completo a mis recuerdos, logro preguntarme si tengo aún la llave aquella que abre todas sus puertas. Porque sé que mientras él siga teniendo la mía, nadie más podra descifrarme y nadie más podrá reconocer en mí, más que la sombra de un alma.

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