viernes, 22 de agosto de 2008

Texto 1

El piano estaba sucio y manchaba sus dedos al tocar. El polvo, la ceniza de cigarrillo (o de pasado quemado, no podría haberlas distinguido) y demás se adhería a sus dedos como una pegatina usada y rehusada. Las notas disonantes llenaban la pequeña habitación, con un sonido maderoso y terco, intentando recuperar la dignidad perdida junto con la afinación. Pero a él no le importaba demasiado, ya que la música en su mente era límpida, clara como el agua. Incolora, traslúcida. Allí, en aquel mugriento pueblo muerto, muerto como sus manos, muerto como su amante, la cual yacía en la cama adyacente. Sordomuda.

Aquel pájaro cantor que alguna vez había atolondrado a multitudes era ahora apenas una inválida, una sombra, como el caramelo quemado que nadie quiere comer. Una sobra, una frutilla pasada. No podía articular palabra, de sus labios llenos sólo salía ruido. Y en su mente había sólo ruido, ruidos lejanos y apagados, velados ruidos irreales. Las gotas que caían de su rostro nunca habían logrado limpiar el piano, y sus ánimos no tenían instrumento para afinarlo. Devolverle su esplendor a un artilugio creado con el mero propósito de imitar la voz humana hubiera sido un insulto.

Detuvo el frenesí y el silencio se volvió a posar lentamente sobre él y ella y la habitación, como una finísima capa de polvo imperceptible y aún así presente. El silencio de tu mente debe ser aún más abrumador, sobrecogedor, ruidoso que este. Quiero sentirlo, quiero compartir tu pena, amor mío. Pero ella no contestó ni se movió. Retozando, acariciada suavemente por los últimos rayos de un sol viejo, su melena pelirroja y su piel de leche refulgían. Pero tu voz era más grande, mi corazón, mi vida, mi alma, mi música.

Se acercó a ella, evitando la inmundicia que cubría el piso de madera. Ella desentonaba, pensó, como la nota que arruina la sinfonía. Acarició su cuerpo como acariciaría un instrumento, delicadamente, con amor. Ella respondió a su tacto abriendo despacio los ojos y acercándose a él, a su oído, e intentando pronunciar alguna palabra. Pero su lengua hacía meses que estaba melosa, lenta. Ya no recordaba cómo sonaba su voz.

Pero él sí y lloró al escuchar sus patéticos intentos de revivir un pasado que los gusanos habían robado prematuramente. Un pasado exquisitamente dulce, pero ahora amargo. Y él lloró otra vez, como siempre que ella despertaba. Y ella también lloró, porque no hubiera sabido qué otra cosa hacer. Lloraron juntos y se abrazaron y se besaron y se amaron, aún bajo el ala de la desgracia.

No puedo verte más así. No puedo soportar no escucharte. Si no puedo hacerlo, nada que pueda oír tiene valor para mí, princesa. Decía posando su mano mugrienta sobre el rostro de ella, que seguía llorando.

Se paró bruscamente, acercándose a la ventana sin dejar de mirarla, y sin pensarlo ya más se incrustó los dedos de un solo impulso dentro de la oreja.