miércoles, 5 de enero de 2011

A mi propio entierro fui, sola y llorando.

Una palada para enterrar las sonrisas. Una palada para enterrar las miradas. Una palada para enterrar las caricias. Una palada para enterrar las verdades. Una palada para enterrar los secretos. Una palada para enterrar los afectos. Una palada de tierra amarga sobre tu cajón para saber que no vas a salir más de ahí.

Fue el primer entierro al que fui nunca. Y, aunque no haya conocido en demasía a la persona siendo enterrada, no impidió que llorara como viuda.
Fue una de las cosas más fuertes que viví nunca.
Qué horror, qué horror. Allí abajo, ignoto, en otro montoncito, estaba mi suegro, también.
No puedo dejar de pensar en sus cadáveres descomponiéndose, solos, sin nadie. Sus bocas exhalando moscas, y sus ojos cerrados pero abiertos.

Todas esas lápidas... ya había visto cosas parecidas. Pero nunca me pareció tan real. Nunca comprendí la inmensidad de esos agujeros en la tierra rellenos de carne y madera y seda. Nunca lo entendí hasta ese día. Y nunca me pareció tan horrorso.