martes, 14 de abril de 2009

Los anteojos distorsionan la vista.

Este, lamentablemente, ya no es (si alguna vez lo fue) un lugarcito privado donde poner un par de cavilaciones sin sentido que se me ocurriesen sobre la marcha.

La verdad es que me siento condicionada. Pero qué quisquillosa que soy... Primero me quejo porque escribir y no publicar es como no escribir y después, cuando tengo un pequeño público, me quejo porque me falta privacidad.

Es esa contradicción lo que hace a todo esto divertido, o al menos satisfactoriamente interesante.

Volvamos al tema que no nos compete, y que en verdad hemos tratado y retratado a través de toda mi vida.

Es que estoy cansada y cuando tengo tiempo me pregunto por qué estoy cansada. Ya me repetí millones de veces que... tengo que aguantar. Tengo que bancarmela. Porque soy un bicho raro y no merezco nada de aquello que podría desear ni nada de aquello que todo el mundo tiene y todo el mundo consigue. Esas pequeñas cosas que hacen a una vida feliz, a una vida plena. Por eso siempre me digo que lamentarme por ello no va a llevar a nada, que mejor resisto y así por lo menos no voy a ser tan patética.

A veces me pongo a llorar en el subte y a veces en el tren. En el bondi no porque es como más... personal, no sé si me explico. Pero ahí me doy cuenta de que todo el mundo tiene sus problemas que yo hago mares de charcos y que soy una reverenda pelotuda por pensar siquiera por cinco minutos que estos dos, tres, años no han hecho ni un rasguño en mi pintura.

La verdad es que terminé abollada y en necesidad de reparación inminente, pero creo... espero... deseo... tengo la esperanza de que no haya sido en vano. Que haberme lastimado, que me hayan lastimado, haberme caído, que me hayan empujado, que todo eso haya servido para algo. ¿Para aprender?
Pero en la vida las cosas no se aprenden, las cosas solamente se recuerdan. Y lo que no podés recordar, o se te escapa de la memoria, es tu karma.
Cuántos karmas que tengo, la puta madre.

viernes, 3 de abril de 2009

Tainted (Love)

Uno va por la vida con la diminuta esperanza de poder sobrevivir. Como una mosca volando sobre el asado o una cucaracha reptando en la oscuridad de una cocina sucia. Buscás encontrar, encontrarte. Desesperado, desesperanzado y roto, ajado. Los años, los meses, los días... Las horas pasan. Tu vida pasa volando entre viento y viento del séptimo piso y vos solamente la podés mirar sin mirarla y tirar la colilla encendida a la calle.

Es hasta lunática la manera en la que seguimos las huellas de aquello que sabemos está ahí pero no está ahí. Esperándonos quizás, o encamándose con otra (u otro, qué sabe uno), o saltando de definición en definición de una edición vieja y descontinuada del diccionario de fonología.

Como los libros, vencemos. Tenemos una vigencia, un auge, una vida, para hacer lo que se nos cante (si es que en verdad podemos) o para ojear los estantes sin encontrar nunca algo que nos deje satisfechos.

Más que de excesos, la vida se trata de carencias. Todo se resume a carencias, todo. Los vicios, los pensamientos, la tostada del desayuno o la nueva pelotita de golf premium nosécuánto. Y esas carencias terminan comiéndolo a uno, sin que se pueda reaccionar. Uno sigue formando parte de los voyeurs y a la vez siendo el protagonista de la masacre, porque no te cansás de ver cómo le arrancan un brazo al de al lado o cortan en dos al otro.

Cuando te llega tu turno, tus piernas tiemblan y tu corazón se acelera. Todo se resume a ese momento de gloria, cuando nos terminan de despedazar y quedamos hechos un girón de desechos, suciedad, ideas y esperanza.