sábado, 3 de enero de 2009

Retórica.

Era una chica de metal. No un robot. Una aleación de hierro y zinc, partes de acero y un motor que la hacía funcionar.
Caminaba como cualquier otro, respiraba, comía, bebía. Se podría decir que vivía. Su creador sólo se olvidó de conectarle el sensor táctil. Un simple detalle que puede arruinarle la vida a una persona, ¿vio usted? Ya que uno la acariciaba y ella ni siquiera notaba que uno se encontraba a su lado. O quizás podría usted besarla que ella tampoco mostraría ninguna reacción aparente.
Era muy hermosa, ella, como cualquier persona armada podría ser. Correspondía con los estándares de belleza de aquella época en donde vivía y era, por sobre todas las cosas, muy inteligente. Ya que, claro, usted verá, era una máquina y no un humano.

Pero a veces, las máquinas se asemejan más a un ser viviente de lo que uno pudiera imaginar. Esto traía confusiones entre todos aquellos que la rodeaban, léase gente que pasaba por la calle, compañeros de la vida, familia y etcéteras. Ella a veces parecía tener más optimismo y ganas de vivir que la gente que la rodeaba. Esto la hacía preguntarse, gracias a su impresionante capacidad de raciocinio, por qué ella nunca se sentía cansada (mientras le durara la batería) o por qué no sentía la necesidad de alimentarse, si bien lo hacía, o por qué ella tenía la capacidad de nunca desanimarse ni enfadarse.
Ni sentir nada para lo que no estuviera programada.

Y fue entonces cuando decidió que iría a pedirle a su padre que le programara para poder sentir de verdad.

-Nunca fue un problema para ti no tener sensibilidad epidérmica, mi vida.

Ella, sin quitar su sonrisa, respondió sentándose en su regazo y abriendo muy grandes los ojos.

-Quiero poder sentirme cansada, sentirme desanimada, papá. Quizás no sea muy agradable, pero creo que esa es la mejor manera de poder comprender a mis amigos y a la gente que me rodea.

El mecánico frunció el ceño y su rostro se nubló.

-No puedo concederte ese deseo, pequeña-. La besó en la frente antes de bajarla nuevamente al suelo y salir de su despacho.

Y ella se quedó parada allí, observando como el sol tardío derramaba sus rayos sobre sus ropitas. Quisiera haber podido deprimirse y llorar, quisiera haber podido no sentir tantos deseos de seguir intentando, por todos los medios, conseguir un corazón que le permitiese sufrir y, por ende, amar.

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